Hablamos del dolor

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HABLAMOS DEL DOLOR

Para Sigmund Freud en Proyecto de psicología para neurólogos 1895, el dolor es una irrupción de grandes cantidades de energía, así es el más imperativo de todos los procesos, ningún obstáculo puede oponerse a su conducción. La causa desencadenante del dolor puede consistir en un aumento de cantidad o puede ocurrir dolor en presencia de pequeñas cantidades exteriores, caso en el cual aparece siempre vinculado con una solución de continuidad.

El dolor surge -primera y regularmente- cuando un estímulo que ataca la periferia traspasa los dispositivos de la protección contra los estímulos y pasa a actuar como un estímulo instintivo continuo, contra el cual son impotentes los actos musculares que sustraen al estímulo el lugar sobre el que el mismo recae, actos eficaces en toda otra ocasión. El que el dolor no parta de un punto de la epidermis, sino de un órgano interno, no cambia en nada la situación, pues se trata únicamente de la sustitución de un punto de la periferia exterior por otro de la interior.

Desde el punto de la periferia en que la ruptura ha tenido efecto, afluyen entonces al aparato anímico central excitaciones continuas, tales como antes sólo podían llegar a él partiendo del interior del aparato. Desde todas partes acude la energía de carga para crear, en los alrededores de la brecha producida, grandes acopios de energía. Fórmase así una «contracarga», en favor de la cual se empobrecen todos los demás sistemas psíquicos, resultando una extensa parálisis o minoración del resto de la función psíquica.

En el dolor físico nace una elevada carga narcisista del lugar doloroso del cuerpo, carga que aumenta cada vez más y «vacía», por decirlo así, al yo.

 El dolor físico existe pero para cada uno es diferente, incluso, no alcanza jamás su máxima intensidad cuando nuestra atención psíquica se halla acaparada por otros intereses. El dolor es el síntoma más frecuente de enfermedad.

EL DOLOR, un poema de Pedro Salinas

No. Ya sé que le gustan
cuerpos recientes, jóvenes,
que le resisten bien
y no se rinden pronto.
Busca carnes rosadas,
dientes firmes, ardientes
ojos que aún no recuerdan.
Los quiere más. Así
su estrago
no se confundirá
con el quemar del tiempo,
arruinando los rostros
y los torsos derechos.
Su placer es abrir
la arruga en la piel fresca,
romper los puros vidrios
de los ojos intactos
con la lágrima cálida.
Doblar la derechura
de los cuerpos perfectos,
de modo que ya sea
más difícil mirar
al cielo desde ellos.
Sus días sin victoria
son esos en que quiebra
no más que cuerpos viejos
en donde el tiempo ya
tiene matado mucho.
Su gran triunfo, su júbilo
tiene color de selva:
es la sorpresa,
es tronchar la plena flor,
las voces en la cima
del cántico, los altos
mediodías del alma.

Yo sé cómo le gustan
los ojos.
Son los que miran lejos
saltando por encima
de su cielo y su suelo,
y que buscan al fondo
tierno del horizonte
esa grieta del mundo
que hacen azul y tierra
al no poder juntarse
como Dios los mandó.
Esa grieta, por donde
caben todas las alas
que nos están batiendo
contra el muro del alma,
encerradas, frenéticas.

Yo sé cómo le gustan
los brazos. Largos, sólidos,
capaces de llevar
sin desmayo,
entre torrentes de años,
amores en lo alto,
sin que nunca se quiebren
los cristales sutiles
de distancia y ensueño
de que está hecha su ausencia.

Yo sé cómo le gustan
las bocas y los labios.
No los vírgenes, no,
de beso: los besados
largamente, hondamente.
Los muertos sin besar
no conocen el filo
de la separación.
El separarse es
dos bocas que se apartan
contra todo su sino
de estar besando siempre.
Y por eso las bocas
que ya besaron son
sus favoritas. Tienen
más vida que quitar:
la vida que confiere
a toda boca el don
de haber sido besada.

Yo sé cómo le gustan
las almas. Y por eso
cuando te tengo aquí
y te miro a los ojos,
y el alma allí te luce,
como un grano de arena
celeste, estrella pura,
con sino de atraer
más que todas las otras,
te cubro con mi vida,
y aquí en mi amor te escondo.

Para que no te vea.

Aproximadamente la mitad de los pacientes que acuden al médico refieren dolor, independientemente de la naturaleza, localización y etiología. En muchas ocasiones el tratamiento correcto de la enfermedad de base conlleva la desaparición del dolor, fundamentalmente en los casos de dolor agudo, pero en un número no despreciable de pacientes el dolor, continuo o crónico, se convierte en el mayor problema al que se enfrentan tanto el médico como el propio paciente, al margen de la enfermedad de base.

En otras ocasiones la respuesta al tratamiento se muestra ineficaz, en cuanto el paciente mantiene un cierto grado de dolor pese a que el tratamiento indicado es el adecuado. Algo difícilmente explicable si no tenemos en cuenta los factores psíquicos.

En cuanto al sufrimiento, hemos de aceptar que siempre está implicado el sujeto. El hecho de que el dolor y el displacer puedan dejar de ser una mera señal de alarma y constituir un fin, supone una paralización del principio del placer. Todos sabemos que alguien aquejado de un dolor deja de interesarse por el mundo exterior, en cuanto no tiene que ver con su dolencia, incluso retira de sus objetos amorosos su interés libidinoso, cesa de amar mientras sufre. O si se trata de lesiones deportivas, cesa de interesarse en jugar mientras sufre.

El dolor se descarga por la voz, es por medio de la descarga de sonidos, no importa con qué palabras, el grito es lo más semejante al dolor. Duele no poder hablar

El enfermo retrotrae su libido al propio yo concentrándose en la curación, “concentrándose está su alma, dice el poeta con dolor de muelas, en el estrecho hoyo de su molar”. La libido y el interés del yo, no se diferencian. Pero el propio cuerpo del sujeto puede ser su propia cárcel. Es debido a la alteración de la erogeneidad de los órganos que podría tener efecto una alteración de la carga de la libido en el yo. La fijación de la libido es intolerable para el sujeto, puede estar en la base de la producción de enfermedad. El estancamiento de la libido del yo estaría relacionado con los fenómenos de la hipocondría y la enfermedad orgánica.

En la hipocondría, el hipocondriaco retrae su interés y su libido de los objetos del mundo exterior y los concentra en el órgano que le preocupa. En la enfermedad orgánica las sensaciones dolorosas tienen su fundamento en alteraciones comprobables, en la hipocondría no. El psicosomático nos enseña que psique y soma no se pueden separar aunque se distingan. El psicosomático es el ejemplo vivo de que separarlos, enferma. El psicosomático padece de una dificultad de elaborar por vía psíquica, para él pensar es doloroso. 

La naturaleza económica del dolor físico es análoga a la del dolor psíquico, por eso el dolor del melancólico es como el dolor de una herida en su yo, lo mismo que el dolor de la muerte de un ser querido, en tanto nos amamos en el ser querido. Los seres queridos, desde la libido, forman parte de nosotros mismos, y cuando muere cada uno de nuestros seres amados es como si muriera un trozo de nuestro propio y amado yo. Aunque también conlleva una alegría por perder algo que le era extraño y ajeno al yo, por eso la ley de la ambivalencia dominó, domina y dominará las relaciones humanas.

Un cuerpo es algo que está hecho para gozar, gozar de sí mismo. Este goce del cuerpo no debe confundirse con el placer. El placer sería la menor excitación, lo que hace desaparecer la tensión, por lo tanto, el placer es aquello que nos detiene en un punto de alejamiento, de distancia muy respetuosa del goce. Hay goce en ese nivel donde comienza a aparecer el dolor.

El goce desconcierta, es la puesta en escena del exceso de excitación que se presenta más allá del sistema amortiguador de las representaciones. El placer, por el contrario, produce calma.

El goce está en el anudamiento que lo Real produce como tercero, entre lo Simbólico y lo Imaginario, siendo siempre ese goce imposible de ser realizado, simbolizado o imaginarizado. No hay objeto que sostenga al sujeto del inconsciente.

 La pulsión se va a satisfacer, haga lo que haga, también en la enfermedad. Mediante el psicoanálisis se trata de producir un goce que no enferme. Para Lacan lo que se alcanza en el síntoma como goce es satisfacción de la pulsión de muerte: el síntoma en su estructura es goce. Es particular, imposible de compartir, inaccesible al entendimiento y opuesto al deseo. El deseo, por el contrario, es universal. No podemos pensar el dolor fuera de la sexualidad, como no podemos pensarlo fuera del goce.

En la producción de la excitación sexual por la actividad muscular se hallará quizá una de las raíces del instinto sádico. Los primeros signos de excitabilidad aparecen en los juegos infantiles en el encuentro cuerpo a cuerpo. La tendencia a la lucha muscular con determinada persona, así como, en años posteriores, la tendencia a la lucha oral, pertenece a los signos claros de la elección de objeto orientada hacia dicha persona.

Los pacientes no están satisfechos con lo que son, sin embargo, todo lo que ellos son, aún sus síntomas, tiene que ver con la satisfacción. Aquello que se satisface por la vía del displacer, es al fin y al cabo la ley del placer. Por ejemplo, una neurosis, contra todos los principios terapéuticos, puede desaparecer cuando el sujeto contrae un matrimonio desgraciado, pierde su fortuna o contrae una grave enfermedad orgánica, cuando un padecimiento queda sustituido por otro, pues de lo que se trataba era tan sólo de poder conservar cierta cuota de dolor.

Sabemos que hay una angustia propia de la constitución del sujeto que no se manifiesta como angustia sino que es estructural, lo que denominamos angustia de castración que te salva de todas las angustias, como hay una culpa estructural, constitutiva, propia del proceso de identificación que te salva del padecimiento de culpabilidad, como hay un dolor de existir que no duele y que te protege de lo doloroso de detener el propio crecimiento, nuestra propia circulación como seres humanos.

Del dolor podemos decir que es la señal prototípica de la representación de nuestro cuerpo, a veces incluso como señal de que nuestro cuerpo está vivo, interrumpe todos los ensueños idealistas y platónicos, así como las cuestiones amorosas. El dolor que surge cuando un sujeto asocia libremente es como una brújula que señala una cuestión que le implica. Así un dolor en la pierna quedó asociado a que “no lograba avanzar un sólo paso en sus propósitos”. La posición histérica convierte en dolor físico lo que tenía que haber transcurrido como dolor psíquico, porque habla con el cuerpo imaginario.  Además la histeria no crea el dolor somático sino que lo utiliza, esto quiere decir que antes ha sido una zona histerógena, una zona erotizada, una zona dolorida, en el caso del dolor de la pierna era un lugar donde se apoyaba la pierna del padre enfermo mientras le cambiaba el vendaje en el transcurso de una larga enfermedad. Hay una conexión entre el dolor físico y el afecto psíquico.

A veces la conexión es hecha entre un dolor físico dentario que se conoció en la adolescencia y un afecto psíquico que se padece a los cuarenta, o bien un simple dolor de muelas actual se agudiza por un afecto psíquico actual, es decir que la neurosis no produce el dolor somático sino que lo utiliza, lo agudiza.

Un dolor de talón se agudiza cuando la paciente piensa que no va a entrar con buen pie en la nueva familia después del matrimonio, o no va a entrar con buen pie en el nuevo colegio, en el nuevo grupo de amigos, etc.

Una paciente que padecía de penetrantes dolores en la frente, entre ambos ojos, durante semanas, cuando asocia lo refiere a que su abuela le había mirado tan “penetrantemente” que sintió su mirada en el cerebro, cuando venía de ciertos escarceos amorosos con su novio (jugando a pene-entrar).

El “dolor de cabeza” como “no sé qué tengo en la cabeza”. Las sensaciones en la garganta como “eso tengo que tragármelo”.

En general si ante cualquier dolor el sujeto dice lo primero que se le ocurre podemos comprobar que hay conexión entre el dolor y la ocurrencia, pero sucede que el sujeto a veces decide que no lo dice porque “eso le desagrada y probablemente no tenga nada que ver con el dolor” o bien “esto no tiene importancia”, sin embargo si continua acudiendo a sus sesiones tarde o temprano termina diciendo “aunque esto no tiene ninguna relación lo voy a decir ya que usted quiere que lo diga todo”. Y es que antes necesitaba analizarse un poco para poder afrontar eso de lo que necesita hablar.

La sexualidad de la mayor parte de los hombres muestra una mezcla de agresión, de tendencia a dominar, cuya significación biológica estará quizá en la necesidad de vencer la resistencia del objeto sexual de un modo distinto a por los actos de cortejo. El sadismo corresponde a un componente agresivo del instinto sexual exagerado, devenido independiente y colocado en primer término por medio de un desplazamiento. El análisis clínico de los casos extremos de perversión masoquista revela la acción conjunta de factores que exageran la predisposición pasiva fijándolo en ese punto. Las dos formas activa y pasiva, aparecen siempre conjuntamente en la misma persona. Aquel que encuentra placer en producir dolor a otros en la relación sexual está también capacitado por gozar del dolor que puede serle ocasionado en dicha relación como de un placer.

A veces, en los dolores crónicos, el sujeto se resiste a abandonar el dolor por el componente erógeno, de satisfacción libidinal, que el mismo comporta. Difícilmente un sujeto abandona aquello que lo hace gozar.

Además el dolor puede ser un castigo. Aquí tendríamos que hablar de la culpa, de la culpa incosnciente, que es la que nos interesa. Porque uno se puede sentir culpable de haber cometido un acto indebido, pero en este caso la culpa, el remordimiento más bien, es consciente. De la culpa de la que hablamos es inconsciente, no se siente culpable pero su conducta nos hace pensar que está buscando un castigo.

El dolor tiene una doble vertiente, procurando al sujeto un goce y a la vez un castigo, o en ocasiones un goce y en ocasiones un castigo. Ambas “funciones” psíquicas del dolor aparecen como obstáculos a la curación, ya que el castigo tiene como función calmar la culpa, por tanto, no quiere ser abandonado, y en su vertiente de goce, tampoco quiere ser abandonado como fuente de satisfacción masoquista.

La conciencia de culpabilidad es siempre el factor que transforma el sadismo en masoquismo. A esto hay que sumarle la predisposición sádica despertada en ese sujeto. La tendencia agresiva es una disposición instintiva innata y autónoma del ser humano; además, constituye el mayor obstáculo con que tropieza la cultura.

 También las sensaciones dolorosas, como en general todas las displacientes se extienden a la excitación sexual y originan un estado placiente, que lleva al sujeto a aceptar de buen grado el displacer del dolor. Ser pegado constituye la confluencia de la conciencia de culpabilidad con el erotismo. Una vez que el experimentar dolor ha llegado a ser un fin masoquista, puede surgir también el fin sádico de causar dolor, y de este dolor goza también aquel que lo inflige a otros, identificándose, de un modo masoquista, con el objeto pasivo.

El dolor en sí escapa a cualquier cuantificación, es una experiencia de cada uno, y el goce en el dolor permanece inconsciente antes de la palabra. Cada pedazo de nuestro cuerpo está nominado por algún significante, y lo mismo sucede con cada pedazo del cuerpo del otro. La disposición de estos significantes es lo que nos permite saber qué hacer cuando nos disponemos a ejercer el goce. Y, también, el significante permite saber ponerle punto final a cada circunstancia de goce. Si no se supiera ejercer el final del goce, éste sólo podría ser la muerte o cualquier variante invalidante.

 Cuando se habla de la ventaja de la enfermedad, se alude generalmente a que la enfermedad exime al paciente de enfrentarse a veces con verdades dolorosas para él, o con la realidad exterior, hostil.

DOLOR, un poema de Dámaso Alonso

Hacia la madrugada
me despertó de un sueño dulce
un súbito dolor,
un estilete
en el tercer espacio intercostal derecho.

Fino, fino,
iba creciendo y en largos arcos se irradiaba.
Proyectaba raíces, que, invasoras,
se hincaban en la carne,
desviaban, crujiendo, los tendones,
perforaban, sin astillar, los obstinados huesos durísimos,
y de él surgía todo un cielo de ramas
oscilantes y aéreas,
como un sauce juvenil bajo el viento,
ahora iluminado, ahora torvo,
según los galgos-nubes galopan sobre el campo
en la mañana
primaveral.

Sí, sí, todo mi cuerpo era como un sauce abrileño,
como un sutil dibujo,
como un sauce temblón, todo delgada tracería,
largas ramas eléctricas,
que entrechocaban con descargas breves,
entrelazándose, disgregándose,
para fundirse en nódulos o abrirse
en abanico.

¡Ay!
Yo, acurrucado junto a mi dolor,
era igual que un niñito de seis años
que contemplara absorto
a su hermano menor, recién nacido,
y de pronto le viera
crecer, crecer, crecer,
hacerse adulto, crecer
y convertirse en un gigante,
crecer, pujar, y ser ya cual los montes,
pujar, pujar, y ser como la vía láctea,
pero de fuego,
crecer aún, aún,
ay, crecer siempre.
Y yo era un niño de seis años
acurrucado en sombra junto a un gigante cósmico.

Y fue como un incendio,
como si mis huesos ardieran,
como si la médula de mis huesos chorreara fundida,
como si mi conciencia se estuviera abrasando,
y abrasándose, aniquilándose,
aún incensantemente
se repusiera su materia combustible.

Fuera, había formas no ardientes,
lentas y sigilosas,
frías:
minutos, siglos, eras:
el tiempo.
Nada más: el tiempo frío, y junto a él un incendio
universal, inextinguible.
Y rodaba, rodaba el frío tiempo, el impiadoso tiempo
sin cesar,
mientras ardía con virutas de llamas,
con largas serpientes de azufre,
con terribles silbidos y crujidos,
siempre,
mi gran hoguera.
Ah, mi conciencia ardía en frenesí,
ardía en la noche,
soltando un río líquido y metálico
de fuego,
como los altos hornos
que no se apagan nunca,
nacidos para arder, para arder siempre.

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