La feminidad
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La feminidad
Hasta en los dominios de la vida sexual humana observamos en seguida cuán insuficiente es hacer coincidir la conducta masculina con la actividad, y la femenina, con la pasividad.
La madre es activa en todos sentidos en cuanto al niño. Y cuanto más os apartéis del estrecho sector sexual, más claramente veréis el error de tal coincidencia. Las mujeres pueden desplegar grandes actividades en muy varias direcciones, y los hombres no pueden convivir con sus semejantes si no es desplegando una cantidad considerable de adaptabilidad pasiva.
Lo que acaso sucede es que en la mujer, y emanada de su papel en la función sexual, una cierta preferencia por la actitud pasiva y los fines pasivos se extiende al resto de su vida, más o menos penetrantemente, según que tal prototipicidad de la vida sexual se restrinja o se amplifique. Pero a este respecto debemos guardarnos de estimar insuficientemente la influencia de costumbres sociales que fuerzan a las mujeres a situaciones pasivas.
El sojuzgamiento de su agresión, constitucionalmente prescrito y socialmente impuesto a la mujer, favorece el desarrollo de intensos impulsos masoquistas, los cuales logran vincular eróticamente las tendencias destructoras orientadas hacia el interior. El masoquismo es auténticamente femenino, aunque lo encontramos con frecuencia en el hombre.
Al psicoanálisis corresponde no tratar de describir lo que es la mujer —cosa que sería para nuestra ciencia una labor casi impracticable—, sino investigar cómo de la disposición bisexual infantil surge la mujer.
La comparación con lo que sucede en el niño nos muestra que la evolución que transforma a la niña en mujer normal es mucho más ardua y complicada, pues abarca dos tareas más, sin pareja en la evolución del hombre.
– Cambio de órgano directivo
-Cambio de objeto
La diferencia en la formación de los genitales va acompañada de otras diferencias somáticas. También en la disposición pulsional aparecen que dejan sospechar lo que luego ha de ser la mujer.
La niña es regularmente menos agresiva y obstinada, y se basta menos a sí misma; parece tener más necesidad de ternura, y ser más dependiente y dócil.
La niña es más inteligente y viva que el niño de igual edad; se abre más el mundo exterior, y lleva a cabo cargas de objeto más intensas.
Las fases más tempranas de la evolución de la libido parecen ser comunes a ambos sexos.
CAMBIO DE ÓRGANO DIRECTIVO
Con la entrada en la fase fálica, las diferencias entre los sexos quedan muy por debajo de sus coincidencias. Hemos de reconocer que la mujercita es un hombrecito. Esta fase se caracteriza en el niño por el hecho de que el infantil sujeto sabe ya extraer de su pequeño pene sensaciones placientes y relacionar los estados de excitación de dicho órgano con sus ideas del comercio sexual. Lo mismo hace la niña con su clítoris, más pequeño aún. La vagina, lo propiamente femenino, es aún ignorada por los sexos. Con el viraje hacia la feminidad, el clítoris debe ceder, total o parcialmente, su sensibilidad y con ella su significación a la vagina. Ésta sería una de las dos tareas propuestas a la evolución de la mujer.
CAMBIO DE OBJETO SEXUAL
El primer objeto amoroso del niño es la madre; sigue siéndolo en la formación del complejo de Edipo y, en el fondo, durante toda la vida. También para la niña el primer objeto tiene que ser la madre —y las figuras de la nodriza o la niñera, fundidas con la materna—. Las primeras cargas de objeto se desarrollan, en efecto, sobre la base de la satisfacción de las grandes y simples necesidades vitales, y los cuidados prodigados al sujeto infantil son los mismos para ambos sexos.
Pero en la situación de Edipo, el objeto amoroso de la niña es ya el padre, y esperamos que, dado el curso normal de la evolución, acabará por hallar el camino que conduce desde el objeto paterno a la elección definitiva de objeto.
Así, pues, en el curso del tiempo, la muchacha debe cambiar de zona erógena y de objeto, mientras que el niño conserva los suyos.
Son muchas las mujeres que permanecen eróticamente vinculadas al objeto paterno, e incluso al padre real, hasta épocas muy tardías. Tales mujeres, de vinculación paterna intensa y prolongada, nos han procurado descubrimientos sorprendentes. Durante la época de vinculación con la madre, el padre no es más que un rival importuno; en algunos casos, la vinculación a la madre va más allá de los cuatro años.
Casi todo lo que luego hallamos en la relación con el padre estaba ya contenido en ella y ha sido luego transferido al padre. En concreto: llegamos a la convicción de que no es posible comprender a la mujer si no se tiene en cuenta esta fase de la vinculación a la madre, anterior al complejo de Edipo.
Descubrimos que el miedo a ser asesinado o envenenado, que puede luego constituir el nódulo de una enfermedad paranoica, se da ya en este período anterior al complejo de Edipo, siendo la madre la persona temida.
La fantasía de seducción por el padre, manifestación del complejo de Edipo típico femenino, es frecuente en los tratamientos. Ahora volvemos a encontrar la fantasía de seducción en la prehistoria, anterior al complejo de Edipo de la niña, con la variante de que la iniciación sexual ha sido efectuada, regularmente, por la madre. En efecto, la madre la que al someter a sus hijas a los cuidados de la higiene corporal, estimula y tal vez despierta en los genitales de las mismas las primeras sensaciones placientes.
Sabemos que la vinculación de la niña a su madre debe perecer. El apartamiento de la madre se desarrolla bajo el signo de la hostilidad; la vinculación a la madre se resuelve en odio. El cual puede hacerse muy evidente y perdurar a través de toda la vida, o puede ser luego cuidadosamente supercompensado, siendo lo más corriente que una parte de él sea dominada, perdurando otra. Estas variantes dependen en gran medida de lo que sucede en años posteriores.
De los reproches que la sujeto dirige a su madre, el que más se remonta es el de haberla criado poco tiempo a sus pechos, lo cual reputa la sujeto como una falta de cariño. Ahora bien: este reproche no deja de entrañar, en las circunstancias actuales, cierta justificación. Muchas madres de hoy no tienen leche suficiente para criar a sus hijos y se contentan con amamantarlos unos cuantos meses, seis o nueve a lo más. Entre los pueblos primitivos, los niños son amantados por espacio de dos y tres años. Pero cualesquiera que hayan sido las circunstancias reales, es imposible que el reproche de la niña sea justificado tan frecuentemente como lo hallamos. Parece más bien que el ansia de la niña por su primer alimento es, en general, inagotable, y que el dolor que le causa la pérdida del seno materno no se apacigua jamás.
Con el destete se relaciona también, probablemente, el miedo a ser envenenado. El veneno es un alimento que hace enfermar.
Otra acusación contra la madre surge al hacer su aparición de un nuevo bebé. La madre no quiso o no pudo seguir dándole el pecho porque necesitaba amamantar al nuevo infante.
La exigencia de cariño del sujeto infantil es desmesurada; demanda exclusividad y no tolera compartirlo.
Los deseos sexuales infantiles, distintos en cada fase de la libido, y que no pueden ser satisfechos, constituyen una fuente de hostilidad contra la madre. La más intensa de estas privaciones aparece en la época fálica. Podríamos suponer que éstos son ya motivos suficientes para fundamentar el apartamiento que siente la niña hacia su madre. Tal apartamiento era secuela inevitable de la naturaleza de la sexualidad infantil, de la inmoderación de las exigencias de cariño y de la imposibilidad de satisfacer los deseos sexuales.
Esta primera relación amorosa de la niña con la madre está destinada al fracaso, precisamente por ser la primera, pues estas precoces cargas de objeto son siempre ambivalentes en muy alto grado; junto al amor intenso existe siempre una intensa tendencia a la agresión, y cuando más apasionadamente ama el niño a su objeto, más sensible se hace a las decepciones y privaciones que el mismo le inflige.
Todos estos factores —los desaires, las decepciones amorosas, los celos y la seducción seguida de prohibición— se dan también en las relaciones del niño con la madre y no son, sin embargo, suficientes para apartarle de ella. Si no encontramos algo que sea específico de la niña, algo que no aparezca en el niño o aparezca en él distintamente, no habremos aclarado el desenlace de la vinculación de la niña a la madre.
Tal lugar es el complejo de la castración. La diferencia anatómica tenía que manifestarse en consecuencias psíquicas. Descubrimos por medio del análisis, que la niña hace responsable a la madre de su carencia de pene y no le perdona tal desventaja.
El que la niña reconozca su carencia de pene no quiere decir que la acepte de buen grado. Por el contrario, mantiene mucho tiempo el deseo de «tener una cosita así», cree en la posibilidad de conseguirlo hasta una edad en la que ya resulta inverosímil tal creencia, y aun en tiempos en los que el conocimiento de la realidad la ha hecho ya abandonar semejante deseo por irrealizable, el análisis puede demostrar que el mismo perdura en lo inconsciente y ha conservado una considerable carga de energía.
La envidia y los celos desempeñan en la vida anímica de la mujer mayor papel que en la del hombre. Y no es que estas características falten a los hombres o no tengan en las mujeres otra raíz que la envidia del pene.
El descubrimiento de su castración constituye un punto crucial en la evolución de la niña. Parten de él tres caminos de la evolución: uno conduce a la inhibición sexual o a la neurosis; otro, a la transformación del carácter en el sentido de un complejo de masculinidad; y el otro, al fin, a la feminidad normal.